Terror en Roma: cuando los volcanes destruyeron a los emperadores y a las legiones
Las erupciones del año 536 d.C. provocaron la destrucción de las cosechas y una bajada drástica de las temperaturas, factores clave en la caída de Bizancio
Procopio de Cesarea fue, ante todo, un historiador dedicado a dejar testimonio de los conflictos que acometió Justiniano I, entonces al frente del Imperio romano de Oriente. Los títulos de sus obras más famosas así lo demuestran: ‘Guerra persa’, ‘Guerra vándala’… Sin embargo, a comienzos del siglo VI sucedió algo que le hizo cambiar el tono bélico de sus obras: una nube de ceniza cubrió la cúpula celeste, el sol perdió potencia cual bombilla desgastada por el paso del tiempo y, de improviso, las temperaturas descendieron hasta acabar con las cosechas y provocar severas hambrunas. «Durante este año tuvo lugar el signo más terrible. El sol dio luz sin brillo, como la Luna, y se parecía completamente a un eclipse. Sus rayos no eran claros, tal y como estamos acostumbrados», dejó escrito.
Después de aquello llegó la debacle. «A partir del momento en que eso sucedió, los hombres no estuvieron libres ni de la guerra ni de la peste ni de ninguna cosa que no llevara a la muerte», añadió. El bueno de Procopio desconocía que una de las causas de aquel desastre –el mismo que, según algunos historiadores, puso los mimbres de la futura caída del Imperio romano de Oriente– eran una serie de erupciones volcánicas que sumieron de polvo y ceniza el cielo. Desde entonces, expertos como el medievalista Michael McCormick han afirmado que el siglo VI fue el peor momento para estar vivo; en sus palabras, incluso por delante del año de la pandemia de Coronavirus. Aunque habría que volver a preguntarle su opinión después de la erupción del volcán de La Palma…
Pesadilla volcánica
Además de otros tantos factores, autores como Kyle Harper –profesor, vicepresidente y rector del departamento ‘Classics and Letters’ de la Universidad de Oklahoma– son partidarios de que la actividad volcánica fue uno de los elementos olvidados que ayudó a tumbar a Bizancio. El historiador ofrece esta versión en ‘El fatal destino de Roma’. Un libro en el que no carga contra las tesis más extendidas sobre la caída del Imperio romano de Oriente –aquellas que hablan de que la fatiga militar, las corruptelas políticas y la extensión excesiva de las fronteras provocaron su colapso–, pero sí pone el foco sobre el que es el gran factor que la historia ha pasado por alto: el poder de la «astuta y caprichosa» naturaleza.
En palabras de Harper, el primer aviso llegó un siglo después de la destrucción del Imperio romano de Occidente: «Fue el aterrador espasmo inicial de lo que ahora sabemos que fueron una serie de explosiones volcánicas sin parangón en los últimos tres mil años». A principio del 536 d.C. hubo una enorme erupción en el hemisferio norte que lanzó megatones de aerosoles de sulfato a la estratosfera. «No conocemos la identidad exacta del volcán, pero los efectos eran visibles en Constantinopla a finales de marzo», desvela el autor. Una segunda emisión sacudió de nuevo a la ‘urbs’ entre tres y cuatro años después. Aquellos dos golpes provocaron, según el autor, un retraso del que la región no se volvería a recuperar jamás.
En la práctica, la presencia en la atmósfera de ceniza volcánica hizo que en Bizancio se viviera un «año sin verano». A saber: el enfriamiento de las temperaturas por culpa de la capa de partículas que generaron las erupciones. Como resultado, las dos siguientes décadas fueron las más gélidas de finales del Holoceno. O, al menos, eso sostiene Harper en ‘El fatal destino de Roma’: «Las temperaturas estivales medias en Europa cayeron hasta en 2,5º, una reducción asombrosa. Después de la segunda erupción, las temperaturas se desplomaron una vez más hasta los 2,7º. Había llegado la ‘Pequeña Edad de Hielo de la Antigüedad Tardía’».
La plaga de justiniano |
Hubo consecuencias a corto y largo plazo. El efecto inmediato fue que «la abrupta anomalía climática hizo que la bacteria de la peste se dispersara en los años posteriores al espasmo de la actividad volcánica». Las fechas cuadran, ya que, poco después, Bizancio tuvo que hacer frente a una de las peores epidemias de la historia: la Plaga de Justiniano. Aquella que arribó a Constantinopla en mayo del 542 y se cobró la vida de unas 300.000 personas en apenas cuatro meses. En la práctica, eso supuso la muerte de entre un 10 y un 25% de la población del Imperio. La debacle queda descrita por Procopio de Cesarea, contemporáneo de los hechos:
«La plaga comenzó en la ciudad egipcia de Pelusium y posteriormente se propagó hacia Alejandría y el resto de Egipto y, por otro lado, hasta la región palestina, desde donde se esparció por toda la tierra Ni isla, ni cueva, ni montaña habitada se liberaron del mal. Si se daba la casualidad que pasaba de largo de algún lugar, sin atacar los que vivían, o afectándoles superficialmente, volvía más adelante a manifestarse, sin hacer ningún daño a los que vivían en los alrededores, a los que había afligido antes con más agresividad, y no desaparecía de aquel lugar sin haber hecho el número justo y exacto de víctimas que coincidía del todo con la cifra de muertos que antes había habido por los alrededores».
A largo plazo, los autores sostienen que el cambio brusco de temperaturas provocó una severa hambruna generada por la destrucción de los cultivos. Harper es partidario de que, aunque el golpe fue menor gracias a que la cosecha del año anterior había sido rica y abundante, el debilitamiento de la población permitió la llegada de la mencionada Plaga de Justiniano y –por lógica– lastró la llegada de nuevos soldados a las legiones romanas.
Más factores
Con todo, Harper también mantiene que las bajas temperaturas no fueron provocadas solo por la intensa actividad volcánica, sino por una reducción más larga y profunda de producción solar. «La inconstante dinamo del sol se desplomó a niveles muy bajos de producción energética. Se impuso un marcado declive que alcanzó el punto más bajo a finales del siglo VII», explica. De hecho, el autor es partidario de que este factor fue más reseñable que las erupciones. «Un indicador adecuado de la frialdad del período es el avance de los glaciares alpinos, que descendían por los valles de las montañas. A comienzos del siglo VII alcanzaron su primer máximo en todo el milenio.
Las erupciones, por tanto, no fueron el único factor se alzó contra Roma. Ya en el 165 el Imperio –todavía unido– tuvo que hacer frente a una devastadora pandemia que costó la vida a cinco millones de personas. Cierto es que la urbe resistió, aunque solo para ver como «una concatenación de sequías y pestilencias» volvían a condenarla. Después de la división, la parte oriental resurgió de sus cenizas. Sin embargo, en el siglo VI este «renacer se vio frenado» también por la peste bubónica, que se extendió con toda la velocidad que permitían las rutas creadas para vertebrar el vasto territorio. Y es que, según mantiene el experto, «los gérmenes fueron más mortíferos que los germanos» y el resto de pueblos bárbaros que acosaban las fronteras.
Fuente:https://www.abc.es/historia
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