Nápoles está tan dentro de mi memoria que siento el impulso egoísta de proclamar que me pertenece, pero no es cierto; soy yo la que pertenece a esa vieja tierra fronteriza y peligrosa por instinto, por genética, por amor; por eso hace un año que estudio el calendario, tratando de enlazar los días, urdir estrategias, combinar trenes y vacunas que puedan burlar la epidemia y me permitan volver. Aunque sea por última vez.
Mientras, me entretengo contabilizando bellezas pasadas en una aritmética melancólica que incluye puestas de sol en Chiaia, grafitis apasionados en las piedras de la bahía, el fragmento de una gigantesca luna tiñendo de plata el Castel dell’Ovo, el sabor de los spaghetti alle vongole recién hechos, los besos dulces de Virgilio, la cerveza fría en via Pignasecca, o la luz de aquella mañana de noviembre en la que, desde la terraza helada de mi hotel, contemplé por primera vez en mi vida el Vesubio completamente cubierto de nieve.
Ese amanecer excepcional, silencioso y gris me permitió viajar muy atrás en el tiempo, hasta aquel terrible año 79, en el que la ceniza enfurecida del volcán cubrió de muerte y olvido esta parte de la Campania.
A pocos kilómetros de la actual Nápoles, enfilando la carretera de Pozzuoli (pueblo natal de la bella Sophia Loren) el viajero puede seguir los pasos virgilianos que conducen a la Cueva del Oráculo de Cumas, acercarse a la entrada del Averno, reflejándose en las aguas tranquilas del cráter o beber un Chianti helado junto al Parco Somerso de Baia, el museo subacuático que conserva los húmedos restos de la que fuera base naval de la armada romana, sede de la más importante flota romana, la Classis Misenensis. Plinio el Viejo fue el prefecto a cargo de esa imponente flota naval, viviendo y trabajando junto a su sobrino en una villa cercana hasta aquel fatídico año 79. El muchacho, Plinio el Joven, será testigo y cronista de excepción en los días apocalípticos de la erupción del Vesubio, narrando en detalle los hechos, incluida la muerte heroica de su tío.
Comprenderán entonces que cuando la editorial Siruela me hizo llegar a casa el bello libro Bajo la sombra del Vesubio no lo leí, sino que me zambullí sin respirar al interior de sus páginas como si volviera a bucear de nuevo bajo el cabo Miseno. La ciega pasión por todo lo napolitano me hace ser muy parcial, y les confieso que me habría gustado igual si hubiese sido un libro más de los muchos que ahora se publican probando suerte a ver si suena la flauta mágica, pero resulta que no, que no es un libro más.
Escrito con una seducción que ya quisieran muchos novelistas actuales, este ensayo histórico que pretende biografiar las vidas de los dos Plinios trasciende su aspiración inicial. No se trata, en efecto, de una mera biografía, tampoco de un ensayo erudito y asfixiante ni, en el otro extremo, de un anecdotario superficial sobre un hecho ampliamente estudiado como es la erupción del Vesubio. Realmente es un libro de historia contada como solo los ingleses saben hacer (tienen una larga y fructífera tradición en ello): con una falsa sencillez como una sutil red urdida para cazar al lector.
Por gustar, me ha gustado hasta el epílogo, lugar de agradecimientos reservado en este tipo de libros para el círculo más allegado al autor, por lo que casi nunca lo termino de leer, pero que en este caso sí hice, al ser muy revelador de la forma bella y singular, evocadoramente extraña, de contar la historia de su autora, Daisy Dunn, joven doctora en Clásicas e Historia del Arte en el University College de Londres, pero sobre todo dueña de una honesta, yo diría que hasta humilde y quizás por eso, rutilante manera de escribir:
“Trabajando en este libro he intentado rendir homenaje a los Plinios al ir adaptando mi escritura, como hicieron ellos también, a las estaciones del año: lanzándome a la nieve pliniana en lo más crudo del invierno y arando sus campos durante la canícula veraniega […]. A lo largo del proceso también he llegado a conocer un poco las tentaciones de Plinio. Estándome prohibido optar por el camino más fácil, he sostenido una ostra en la palma de mi mano, me la he acercado a la nariz y he acariciado el interior sedoso de su concha, aunque sin probar su carne. Soy aterradoramente alérgica a las ostras”.
No dejen de probar este fruto literario. Es delicioso.
Ojalá este libro de Daisy Dunn (Londres, 1987) hubiera existido cuando yo estudiaba. En realidad hubo dos autores romanos llamados Plinio —el Viejo y el Joven, como se les conocía; un tío y su sobrino—, y nunca pude distinguirlos. Dunn hace una convincente defensa de ambos. A primera vista, su protagonista es el Joven, pero la autora va y viene de uno a otro, y el tío incluso acapara la atención por un tiempo. ¿Cómo competir con alguien tan intrépido como para morir intentado observar de cerca un volcán activo?
Plinio el Viejo, nacido alrededor del año 24 d. C., era un polímata, la clase de persona que no podía estarse quieto. Fue naturalista y filósofo, soldado y almirante, y un escritor incansable que produjo cerca de 100 obras. De ellas solo ha sobrevivido una: Historia natural, una enciclopedia en 37 volúmenes que pretendía contener todo lo que entonces se sabía sobre el mundo.
Su insaciable curiosidad fue lo que lo mató. Cuando el Vesubio entró en erupción el año 79 d.C., él y su sobrino de 17 años se encontraban a unos 48 kilómetros de allí, en Miseno, donde Plinio el Viejo tenía a su cargo la flota imperial. Fascinado por una extraña nube que apareció en el horizonte, decidió acercarse en barco e investigar, pero lo que empezó como una expedición científica pronto se convirtió en una misión de rescate, y acabó pereciendo asfixiado por la lluvia de ceniza y piedra pómez mientras intentaba que pareciese que no había de qué preocuparse.
Todo esto lo sabemos porque, unos 30 años más tarde, su sobrino escribió sobre la erupción en un par de cartas al gran historiador romano Tácito. Las cartas han sido objeto de numerosas antologías, y con razón: son vívidas y están llenas de suspense y de detalles conmovedores sobre el sufrimiento de los supervivientes. Plinio el Joven vivió para escribirlas porque, como era propio de él, estaba enfrascado en un libro y declinó la invitación a unirse a la expedición de su tío. Plinio el Viejo era audaz e imaginativo. El Joven, un empollón algo pedante. Hizo carrera como abogado ganando los casos no con elocuencia, como hacía Cicerón, sino por pura tenacidad.
Anhelaba ser un poeta del amor como Catulo (sobre el cual Dunn ha escrito un libro excelente), pero no tenía ni el talento ni el valor para revelar su erotismo con tanta franqueza. Su reputación literaria se basa en sus cartas, de las cuales han sobrevivido 247. Plinio afirmaba que las había recopilado y ordenado sin el menor cuidado, pero casi con total seguridad las retocó para dar buena imagen a la posteridad. Por ello, a veces resultan algo afectadas. Con todo, las cartas de Plinio brindan una visión valiosa y profunda de la vida romana a finales del siglo I y comienzos del II, cuando el Imperio estaba en su apogeo, pero también sumido en la inestabilidad política.
Salvo por su época de legado, el joven Plinio no llevó una vida agitada. No fue un héroe de guerra, como su tío; no tuvo una vida amorosa, como Catulo, ni una carrera política significativa, como Cicerón. Dividió la mayor parte del tiempo entre los tribunales y la atención a sus heredades, y se abrió camino en el escalafón senatorial agachando la cabeza.
Dunn es una buena escritora, con algo de la relajada erudición de Mary Beard, y sus traducciones de ambos Plinios son elegantes y precisas. Al final, su entusiasmo, junto con su buen ojo para los detalles sorprendentes, conquista al lector, y el joven Plinio emerge poco a poco como un personaje generalmente agradable, interesante por ser normal y por la manera en que se asemeja a nosotros, los habitantes del presente. Casi resulta familiar como nunca habría podido serlo Plinio el Viejo. Tal como señala la autora, era un detallista, no un gran pensador como su tío. Pero también era un hombre respetable y generoso que ayudó a los perseguidos por el tiránico Domiciano.
Incluso los fracasos de Plinio tienen algo entrañable. Estaba obsesionado con dejar alguna gran obra como la de su tío, pero no podía decidir cuál debía ser y temía no completarla nunca. “Los que viven de día en día inmersos en los placeres ven sus razones para vivir cumplidas a diario”, escribió, “mientras que para los que piensan en la posteridad y prolongan el periodo por el que serán recordados a través de su obra, la muerte es siempre repentina, ya que interrumpe algo antes de que esté terminado”. Por eso vacilaba y postergaba, mientras disfrutaba de algunos de esos placeres cotidianos, aunque quizá no en la medida suficiente como para ser feliz.