La verdad tras las perversiones sexuales y los locos delirios de los emperadores romanos
No es oro todo lo que reluce... El historiador y arqueólogo Pedro Huertas sostiene que la propaganda y la leyenda negra forjaron los mitos más extendidos de los grandes dirigentes del Imperio
Antes de ascender hasta la poltrona imperial en el 235 d.C., Maximino era un valiente y exitoso jinete de las legiones. Albergaba el arrojo que le daba haber sido alumbrado fuera de las fronteras de Roma, en el interior de Tracia. Era un 'bárbaro', según la terminología de la Ciudad Eterna; pero uno dispuesto a combatir por la corona de laurel. Los cronistas escribieron de él que medía 2,61 metros de altura y que imprimía aliento a sus compañeros en los momentos de mayor peligro. Por todo ello, fue aupado al poder por sus compañeros cuando fue depuesto su predecesor, Alejandro Severo.
Hasta aquí, la cara de la moneda. Sin embargo, crónicas de la época como la 'Historia Augusta' extendieron también el lado más oscuro de este curioso personaje.
El texto en cuestión señalaba que «frecuentemente se bebía en un solo día un ánfora capitalina de vino», que «comía cuarenta libras de carne» y que «recogía su propio sudor y lo echaba en cálices o en una jarra pequeña». Y no fue lo único. Los autores clásicos dejaron constancia también de su barbarie, incidieron en que los ciudadanos romanos sentían pavor de él y juguetearon con sus extraños gustos sexuales; algo típico para defenestrar la reputación de los dignatarios.
Durante siglos, los expertos han engarzado sus textos basándose en las dos visiones de este personaje. Y como él, los de otros tantos. Sin embargo, el historiador y arqueólogo Pedro Huertas propone una tercera vía en su nuevo ensayo: 'Coronas de laurel, un caballo en el senado y la nariz de Justiniano' (Principal). Al otro lado del teléfono, y con un marcado acento murciano, afirma a ABC que debemos bajar del altar a los cronistas clásicos. Y no porque fueran perversos o falaces, sino porque eran humanos y estaban influidos por mil y un factores, desde sus filias y fobias, hasta el miedo a los gobernantes de turno.
«Maximino es el ejemplo más claro. Parece ser que le gustaba mucho comer y beber, de eso no hay duda. El problema es que los cronistas cargaron contra él porque era tracio, y por entonces estaba mal visto que un bárbaro estuviera la frente de Roma», explica Huertas a este diario. La conclusión es que ni siquiera la Ciudad Eterna estaba huérfana de leyenda negra. Y de la peor: la forjada en el interior. «No podemos saberlo con seguridad, pero es probable que le colgaran el sambenito de bruto por su origen. Le crearon un halo de zoquete a pesar de que aseguró las fronteras del imperio», completa el experto.
Propaganda contra emperadores
Lo que sorprende a Huertas es que, todavía hoy, tras años de publicaciones históricas, no hayamos entendido que hay que poner en cuarentena los textos de los autores clásicos. «Muchas veces hacían propaganda. Pero esto no es algo nuevo, viene desde el Antiguo Egipto». El ejemplo más claro se halla en la batalla de Qadesh. «Las crónicas del faraón Ramsés II afirman que este arrasó a los hititas, pero las de otros pueblos confirman lo contrario. ¿A quién creer? En realidad, a ninguno. Si ambas partes se atribuyeron la victoria es que es probable que todo quedase en tablas», completa.
Aunque el caso de la Roma imperial es el más claro. Para empezar, porque la mayor parte de los cronistas –que no historiadores– no eran coetáneos de los emperadores sobre los que escribían. «Gayo Suetonio Tranquilo y Publio Cornelio Tácito, que vivieron en el siglo II, hicieron las biografías de mandatarios del siglo I», añade. Cien años después, era inevitable que sus textos estuvieran influidos por la corriente de opinión –buena o mala– que se hubiera generado. «Es normal, querían agradar a los emperadores de la época, y lo hacían de dos formas: hablando de lo buenos que eran ellos y lo malos que eran los otros».
Otro de los problemas es que los cronistas solían nutrirse de la llamada historia oral, a la que Huertas define como la 'radio patio' de la época. Chismorreos que rondaban por las calles, habladurías de burdeles y calumnias de anfiteatro. «Habría apreciaciones con fundamentos verdaderos, pero estoy seguro de que también muchas exageraciones». Lo peor es que, cuando adolecían de información de primera mano, solían valerse de los clichés para dar forma a sus textos. «Es imposible saber en qué se basaban. Si en otros escritos, en lo que quedaba en el poso social o en sus propias vivencias. Debemos analizar todo esto antes de leer a los clásicos».
Por último, insta a observar la clase social de los cronistas para entender posibles inquinas contra los gerifaltes. Porque todo influye; hasta lo más mínimo. «Crearon una serie de clichés sobre los emperadores romanos. Algunos les veían como arrogantes ricachones con fama y poder que podían hacer o lo más bueno, o lo peor. Es como si no hubiera término medio». A pesar de todo, Huertas recuerda que, en muchos casos, tan solo tenemos los textos clásicos para acercarnos hasta la Roma más antigua. Así que aboga por la cautela, pero jamás por no dar validez a los Suetonio, Tácito y demás.
Tiberio y Cómodo
Entre los más damnificados por los textos de Suetonio y Tácito se halla Tiberio, nacido en el siglo I a.C., A caballo entre lo poco que quedaba de la República y el nuevo régimen, este emperador fue calificado por ambos cronistas como un enclenque que abandonó el poder en manos de sus subalternos. Huertas, sin embargo, recuerda que Veleyo Patérculo, un autor más cercano en el tiempo a este curioso personaje, opinaba lo contrario. Todo se debió a sus ideas políticas. Los primeros querían volver al sistema anterior, mientras que el tercero abogaba por la existencia de una familia imperial que estuviese por encima del Senado.
De esta guisa, no parece extraño que Suetonio escribiera lo siguiente de Tiberio cuando este se retiró a su residencia de Capri:
«Se dice que había adiestrado a niños de tierna edad, a los que llamaba sus pececillos, a que jugasen entre sus piernas en el baño, excitándole con la lengua y los dientes, y también que, a semejanza de niños creciditos, pero todavía en lactancia, le mamasen los pechos, género de placer al que por su inclinación y edad se sentía principalmente inclinado. […] Se afirma también que cierto día, durante un sacrificio, enamorado de la belleza del que llevaba el incienso, apenas esperó a que terminase la ceremonia para satisfacer secretamente su nefanda pasión, a la que tuvo que prestarse también un hermano del joven, que era flautista; luego les hizo romper las piernas, porque mutuamente se echaban en cara su infamia».
¿Realidad o ficción? Como todo, Huertas lo pone en cuarentena: «La retirada de Tiberio a una villa de Capri provocó muchas habladurías. Es posible que la sociedad empezara a extender que estaba loco o enfermo y que los rumos evolucionaran hasta explicar la anécdota de los pececillos». Con todo, y una vez más, no busca disculpar las supuestas barbaridades del emperador, sino abrir los ojos a la sociedad y llamar a la relatividad.
Otro de los que más golpes ha recibido por parte de los cronistas clásicos ha sido Cómodo, cuya imagen ha sido vilipendiada recientemente por la película 'Gladiator'. Lo más extravagante que se ha escrito sobre este emperador nacido en el 161 d.C. es que era coprófago. Así lo dejó sobre blanco la 'Historia Augusta': «Se dice que solía mezclar excrementos humanos con alimentos muy costosos, y que no se privó de degustarlos, pensando que así se reía de sus convidados». Más allá de que existe un tipo de esquizofrenia que provoca este comportamiento, Huertas cree que al autor «se le fue la mano con esta acusación».
Lo peor es que no fue la única. Tal y como explicábamos hace meses en este artículo de ABC, a Cómodo se le definió como un loco que luchaba con fieras y saltaba al anfiteatro para enfrentarse a gladiadores veteranos. «Se ha llegado a explicar que obligaba a sus enemigos a combatir con espadas de plomo para tener ventaja sobre ellos y no ser derrotado jamás», desvela el experto español. El problema es la persona que extendió estas ideas. «Quién escribió más sobre él? Dion Casio, un senador de finales del siglo II. La clave es que el Senado había tenido varios encontronazos con el emperador. Es normal que diese una mala imagen de él».
Huertas sentencia que no podemos conocer la verdad tras la supuesta locura de Cómodo, pero sí entender al personaje en su contexto. «Era un muchacho al que la muerte de su padre en Germania le atropelló con quince años. Heredó décadas de peleas con las tribus germanas, los últimos coletazos de una epidemia que había asolado Roma y una economía en crisis. Incluso le criticaron por firmar la paz con los marcomanos, cuando estaba sobrepasado». El autor más indulgente con este personaje fue Herodiano, quien cargó contra sus malas compañías, y no contra él. En parte llevaba razón, pues fue asesinado por uno de sus generales y una concubina...
Heliogábalo y Vitelio
Vitelio, nacido en el siglo I d.C., es la siguiente parada. Los textos le definen como un loco asesino obsesionado con la comida. El principal culpable de que, en la actualidad, creamos que los romanos vomitaban para seguir comiendo en los grandes banquetes. Así le definía Suetonio en sus textos:
«Sus vicios principales eran la glotonería y la crueldad. Comía ordinariamente tres veces al día y a veces cuatro, designándolos almuerzo, comida, cena y colación. Podía hacer todas estas comidas por la costumbre que había adquirido de vomitar. Invitábase para un mismo día en casa de diferentes personas y ningún festín de éstos costó menos de cuatrocientos mil sestercios. El más famoso fue la cena que le dio su hermano el día de su entrada en Roma; dícese, en efecto, que sirvieron en ella dos mil peces de los más exquisitos y siete mil aves. Su voracidad no sólo no tenia limites, sino que era también sucia y desordenada, no pudiendo contenerse ni durante los sacrificios ni en los viajes. Comía sobre los mismos altares carnes y pastelillos, que mandaba cocer en ellos, y por los caminos tomaba en las tabernas platos humeando aún, o que, servidos el día anterior, estaban medio devorados».
Heliogábalo, emperador a partir del 218 d.C., tampoco escapó a los tentáculos de la propaganda. La 'Historia Augusta' escribió que este adolescente de catorce años llenó una habitación de petálos de flor hasta el techo para ahogar a sus invitados. Y Dion Casio fue todavía más explícito: «Ofrecía sacrificios secretos, matando a chicos y usando encantamientos. De hecho, actualmente tiene encerrados vivos en el templo del dios un león, un mono y una serpiente, y arroja entre ellos genitales humanos». El autor español está en contra de estas afirmaciones: «Se ganó el odio de la sociedad por mezclar la religión siria con la romana, y eso le costó la pésima propaganda».
Al igual que con Cómodo, Huertas invoca el contexto. «Era un muchacho que vivía en mitad de Siria cuando se convirtió en emperador. Es posible que se viera sobrepasado por la situación y que se ganara odios entre la sociedad». Hace poco, afirma, han hecho una revisión de su figura en la serie 'Corazón del Imperio' que se asemeja más a la realidad. Aunque todavía queda trabajo en este sentido.
Nerón y Calígula
Con todo, existen dos emperadores que han padecido especialmente el odio de los cronistas. El primero ha sido Nerón (siglo II d.C.), al que ABC ha dedicado varios artículos en los últimos años. «Se le ve como el anticristo. Pero autores como Tácito son capaces de escribir de él que provocó el gran incendio de Roma y, dos párrafos más abajo, especificar también que creó hospitales para ayudar a los heridos», sentencia el autor. Los últimos estudios desvelan que no era tan bárbaro como le pintaban. Su figura empezó a ser odiada en la Edad Media, cuando se recuperaron textos que hablaban sobre sus extrañas filias sexuales. Algunos, como el siguiente de Suetonio:
«No hablaré de su comercio obsceno con hombres libres, ni de sus adulterios con mujeres casadas. […] Hizo castrar a un joven llamado Sporo y hasta intentó cambiarlo en mujer; lo adornó un día con velo nupcial, le señaló una dote, y haciéndoselo llevar con toda la pompa del matrimonio y numeroso cortejo, le tomó como esposa; con esta ocasión se dijo él satíricamente que hubiese sido gran fortuna para el género humano que su padre Domicio se hubiese casado con una mujer como aquélla».
El segundo de este triste grupo es Calígula (siglo I d.C.). «Dión Casio llega a decir que le odiaban tanto que se comieron su cadáver. Pero su mayor problema fue que intentó introducir cultos orientales en Roma treinta años después de la muerte de Augusto. Aquello volvió loca a la sociedad», sentencia. Lo que ha quedado de él, no obstante, son las barbaridades y las orgías que se han visto en la gran pantalla.
Fuente:https://www.abc.es/historia/