Ejecutadas en el Egipto romano para acompañar a sus dueños al otro mundo, estas pinturas son una rareza olvidada durante decenios por los estudiosos
Objetos de codicia
El descubrimiento de estos rostros tiene tintes delictivos, algo nada inusual a finales del siglo XIX, en pleno apogeo de la egiptomanía, cuando cualquier objeto antiguo procedente del valle del Nilo contaba con algún coleccionista dispuesto a pagar una buena suma por él. Los marchantes de antigüedades procedentes del robo o el saqueo florecían por doquier, y uno de los más célebres era el vienés Theodor Ritter von Graff.
En 1889, Von Graff organizó una exposición de misteriosos retratos que itineró por las principales capitales europeas. Los coleccionistas quedaron entusiasmados con el tesoro que el austríaco exhibía, sobre todo después de que el famoso arqueólogo Georg Ebers (el mismo que halló el denominado Papiro Ebers, el más importante y extenso tratado médico del antiguo Egipto que se conoce) certificase que pertenecían a la época romana.
La función última Mientras Von Graff montaba su circo de antigüedades, el arqueólogo británico William Matthew Flinders Petrie iniciaba unas excavaciones en Hawara, la necrópolis de Arsinoe, la principal ciudad de El Fayum. Allí dio con un cementerio de época romana en el que encontró decenas de momias. Sorprendentemente, estaban cubiertas por unos retratos similares a aquellos que Von Graff exhibía en Europa.
Petrie, considerado uno de los padres de la exploración sistemática, desvelaba un primer misterio de aquellos rostros, su función última: pese a la vida que emanaba de sus miradas, estaban destinados a permanecer en la oscuridad de las tumbas. Eran rostros del más allá . Flinders Petrie llevó a Londres y El Cairo algunas momias en su estado original, con el retrato sobre sus rostros. De esta manera pudo estudiarse el conjunto completo.
Se descubrió en algunos casos, pintado sobre el sarcófago, el nombre del ocupante, y se comprobó el enorme sincretismo que representaban aquellas piezas. No eran romanas, ni griegas ni egipcias. Eran todo a la vez. Se trataba de retratos de ciudadanos del Imperio romano, como revelaban las vestiduras y peinados; algunos de los nombres eran ineludiblemente griegos y estaban pintados con técnicas de la Grecia clásica; y servían para un ritual de enterramiento netamente egipcio.
En definitiva, constituían piezas únicas de un momento único de la historia: el Egipto bajo dominación romana, un auténtico crisol de culturas con numerosas comunidades de griegos y otros pueblos de Oriente Próximo (la población foránea podía llegar hasta el 70% en algunos lugares) que añadieron a sus creencias religiosas las milenarias prácticas funerarias del valle del Nilo.
En este caso concreto, el retrato perteneció a una muchacha joven, casi niña, cuyo retrato nos muestra su mirada límpida, con esos rasgos inocentes del que todavía no carga con el peso de la experiencia y los desengaños de su breve paso por el mundo.
Fuente: https://www.lavanguardia.com/
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