La sal, el “oro blanco” de la antigua Roma
Nuestro organismo no puede vivir sin la sal. Cuando los seres humanos dejaron de ser cazadores-recolectores (pasando de consumir carne de caza y vegetales silvestres a cereales y carne de animales estabulados), tuvieron que buscar nuevas fuentes de aporte de cloruro de sodio, de modo que ya desde el Neolítico sabemos que se explotaban las minas de sal.
En la península ibérica, la montaña de sal de Cardona, en la provincia de Barcelona, se explotaba en el Neolítico medio, allá por los años 4500-3500 a. C. Hay minas más antiguas todavía, como las austríacas de Hallstatt, que se calcula llevan funcionando desde el IV milenio a. C., aproximadamente. Pero la explotación salina que se lleva la palma de la antigüedad en Europa es la de Poiana Slatinei, en Lunca, Rumanía, en marcha desde el VI milenio a. C.
En fin, siempre nos ha gustado la sal. Siendo como era una sustancia de primera necesidad, el control de sus centros de producción resultó un elemento de vital importancia en el desarrollo de las vías comerciales durante la Antigüedad.
Además, en un mundo sin refrigeración artificial, resultaba igual de imprescindible para conservar los alimentos. Sin sal, imposible almacenar carne y pescado para el invierno, o que los productos marinos llegaran más allá de a unos kilómetros de la costa. Además, con ella se curtían pieles e intervenía en el proceso de obtención de la púrpura o en la mejora del vino de la época.
Quien controlaba la sal, ya fueran las escasas minas y arroyos salados de tierra adentro o las más abundantes salinas junto al mar, disponía de una gran arma, como nos demuestra el caso de Roma, que tan bien ha estudiado el historiador suizo Adalberto Giovannini.
Resulta un poco intrigante cómo una pequeña ciudad sin relevancia del centro de Italia pudo llegar a convertirse en la Antigüedad en dueña de medio mundo. Roma estuvo siempre enfrentada a sus vecinos etruscos, y una tradición recogida por Tito Livio menciona que desde el primer momento de su creación anduvo a la gresca con Veyes, una de las ciudades más prósperas del centro de Italia.
Situada a 16 km de Roma, la ciudad etrusca era la dueña y explotadora de una de las tres únicas zonas adecuadas para salinas existentes en la costa occidental italiana: la desembocadura del Tíber (las otras se encontraban en Volterra, al norte, y en Herculano, al sur).
Cuatrocientos años estuvieron los romanos buscándoles las vueltas a sus vecinos, hasta que las legiones al mando de Marco Furio Camilo destruyeron Veyes en 396 a. C. El premio gordo del botín fueron las salinas de Ostia, que los etruscos intentaron recuperar de inmediato, sin éxito.
Salinas romanas de Iptuci |
Roma comenzaba así su expansión. A partir del último tercio del siglo IV a. C. arrancó una decidida carrera hacia la costa adriática que implicó no solo la búsqueda de aliados y la fundación de colonias, sino también la construcción de caminos para acceder a ella: la vía Valeria, que alcanzaba la región de Hadria (en el centro), y la vía Apia, que llegaba a la región de Canusio. En esas regiones se encontraban las únicas fuentes de sal de la costa este de la península.
Siguiendo este camino, en 308 a. C., Roma se hizo con las salinas samnitas de Nuceria (cercanas a Herculano); en 290 a. C., con las de Hadria; y poco después, en 272 a. C., con las de Tarento. A partir de ese momento, todas las fuentes de sal de la mitad meridional de la península italiana quedaron en sus manos.
Echando cuentas
Roma no se convirtió en un imperio solo por dominar las salinas, pero hacer unos cálculos, como es el caso de Giovannini, permite advertir la importancia económica de la sal. Los cinco gramos que una persona necesita al día se convierten al año en casi dos kilos, pero, como en la Antigüedad se consideraba que la sal tenía propiedades medicinales, esa cantidad se multiplica notablemente. Por otra parte, los animales de granja también necesitan sal. A lo cual hemos de añadir la destinada a la conservación de alimentos.
Podemos calcular que cada habitante de Roma consumía/necesitaba como mínimo unos 20 kg de sal al año. Se considera que la parte meridional de Italia en época republicana estaba habitada por 3,5 millones de personas, con lo que el consumo total mínimo de sal sería de 70.000 toneladas anuales.
Parece que, en época republicana, entre las salinas de Ostia (20.000 t) y las de Canusio (50.000 t) fueron perfectamente capaces de alcanzar esa producción. Sabemos, gracias a Tito Livio, que 20 kg de sal costaban un denario, con lo que la producción de Ostia equivalía a un millón de denarios, correspondientes a 165 talentos.
Con esa cantidad se podía pagar el sueldo de dos legiones durante un año, o comprar trigo para alimentar durante esos doce meses a una ciudad de 40.000 habitantes. Las salinas merecían el esfuerzo que se hizo por conquistarlas. Eran una importante fuente de ingresos que, además, permitía a Roma salar alimentos y comerciar con ellos.
Tipos de sal
Los romanos distinguían la sal natural (procedente de minas o depósitos junto al mar, ríos, lagos, pozos), a la que llamaban sal naturalis o sal nativus, de la sal conseguida mediante el calentamiento artificial de aguas salobres, conocida como sal facticius, y de la procedente de las salinas, fuente principal de este producto, que era llamada sal marinis o sal maritimus.
Los sistemas de extracción de la sal eran muy variados. Si se trataba de una mina o una montaña de sal, bastaba con extraerla a base de picarla. Pero si se trataba de agua recogida de un lago o río salado, o incluso de agua marina, esta debía introducirse en recipientes que se calentaban con combustible hasta que el líquido se evaporaba y quedaba un producto semilíquido, que, al enfriarse, era convertido en bloques de sal ígnea.
Más compleja resulta la extracción de la sal del agua de mar mediante las salinas. Poseemos un texto de Rutilio Namantino (siglo V d. C.) en el que se describe cómo funcionaban: “El agua de mar penetra a través de canales excavados en una pendiente sobre el suelo y unas pequeñas fosas que riegan innumerables depósitos; cuando llega Sirio con sus rayos ardientes, cuando la hierba se marchita y el campo está alterado por todas partes, se cierran las esclusas, el mar ya no entra y el agua se estanca y se endurece bajo el sol abrasador, bajo la viva influencia de Febe, y los componentes se solidifican en una costra espesa”.
Es, básicamente, el mismo sistema que se utiliza en la actualidad, aunque, como no existían los modernos procesos de purificación, esta sal podía contener entre un 10 y un 15% de impurezas. La mayor cantidad de estas quedaba en el fondo, y hacía que la sal más superficial resultara de mayor pureza. Esta, conocida como flor salis, o flor de sal, se vendía más cara.
Monopolio estatal
Una vez extraída o recolectada, quedaba distribuirla del modo más rápido y barato. Esta necesidad dio lugar a la más inveterada de las costumbres romanas: trazar una vías de comunicación. En este caso se trató de la vía Salaria, la más antigua, cuyo primer tramo permitía la llegada de la sal desde las salinas de Ostia hasta la capital. Pero seguirían la vía Apia y la vía Valeria, como ya hemos visto.
Dada su relevancia, la propiedad de las grandes fuentes productoras de sal era en Roma un monopolio estatal, de cuyo funcionamiento tenemos algunos datos. Las grandes salinas no eran explotadas directamente por el Estado, sino que este las arrendaba a grupos de publicanos, llamados conductores salinarum y agrupados en sociedades. Los funcionarios del Estado calculaban lo que los publicanos podían conseguir de la venta de la sal y, a partir de esas cifras, ponían precio al arrendamiento.
Los trabajadores encargados de cosechar la sal, salarii o salinatores, eran de condición servil; no así los encargados del traslado hasta la capital. El producto llegaba a la ciudad en contenedores cuyo aspecto y material desconocemos, que quedaban depositados en unos almacenes próximos a la puerta Trigémina.
En el territorio más alejado de Roma se sabe de pequeñas salinas particulares sometidas a un impuesto estatal, así como de otras de tamaño respetable en lugares como la Bretaña francesa o la Bética hispana. Incluso en Essex, en el sureste de Inglaterra, se producía sal ígnea, como han mostrado recientes excavaciones.
El Estado tenía buen cuidado de limitar el precio de la sal para evitar que los publicanos sangraran a la gente. El precio máximo era de un sextante por libra romana, lo que equivale a un as (antigua moneda) por cada dos kilos.
Como intento que era de comprar la tranquilidad política de los habitantes de la urbe, no se trata de un precio muy alto para un producto que en la época era conocido como “oro blanco”. Con el sestercio que un legionario recibía diariamente podría haber comprado 5 kg de sal.
Medicina para todo
Plinio y otros refieren que la sal se empleaba para curarlo casi todo, desde verrugas hasta abscesos, pasando por dermatitis, nervios doloridos, gota e incluso picaduras venenosas. No son muchos los remedios concretos conocidos, pero sí sabemos que la sal gema se usaba contra ciertos problemas en los ojos, para lo cual la procedente de Capadocia parece haberse mostrado especialmente efectiva.
No cabe duda de que esa misma capacidad de detener la descomposición de los cadáveres convirtió la sal en un elemento dotado de capacidades protectoras. Al fin y al cabo, se trata de una sustancia capaz de derrotar al mismísimo Eurínome, el demonio de la putrefacción, representado en forma de mosca. Era perfecta, pues, para entrar en comunicación con el mundo de los dioses.
Otros rituales en que se empleaba eran la celebración de las nupcias, mediante la confarreatio –un complejo ritual en el que los novios compartían una torta de pan–, y la purificación de la domus, la casa romana, cada vez que fallecía en ella uno de sus habitantes.
La sal, esa sustancia que hoy para nosotros no supone más molestias que acercarnos al colmado a comprarla, fue durante la Antigüedad un elemento de gran valor que formaba parte de la vida física de los hombres y también de la religiosa. El caso de Roma así lo demuestra. Y queda constancia que muchos de los pagos a proveedores e incluso a los legionarios se realizaban con sal. De ahí proviene el término de "cobrar el salario"
Fuente:https://www.lavanguardia.com/
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