Cómo agosto ganó un día y febrero perdió otro más por los celos de un emperador
El mes predilecto de las vacaciones de verano no siempre ha tenido 31 días ni 28 el mes más corto: así puso patas arriba el calendario el Imperio romano
*Corrección: horas después de publicar este artículo que elabora una historia leída en el por otra parte fascinante 'Libro del calendario' del periodista estadounidense David Ewing Duncan, la muy interesante cuenta de Twitter @antigua_roma ha advertido al periodista de que se trataba de una invención del monje del siglo XIII Juan de Sacrobosco. La explicación está aquí.
"Treinta días trae noviembre, con abril, junio y septiembre; de veintiocho solo hay uno; los demás de treinta y uno". ¿Por qué nuestro calendario parece forjado al fuego salvaje del caos? ¿Por qué se suceden meses de 28, 30 o 31 días sin orden aparente? ¿Cuál es el origen de este absurdo que requiere de infantiles reglas mnemotécnicas que usted seguirá usando durante el resto de su vida para saber cuántos días tiene el mes en el que vive? La siguiente es una historia de mediciones y errores, de astronomía y matemáticas, pero también de pasiones humanas básicas que se retrotraen a los celos de Augusto, el primero de los purpurados del Imperio romano, el sucesor precisamente de Julio César, el hombre que lo puso todo patas arriba el 1 de enero del 45 a. C.
Ocurrió, según el poeta Lucano, en una fiesta organizada por su amante Cleopatra en el país del Nilo cuando el conquistador de las Galias tuvo la primera noticia del muy preciso calendario solar egipcio. Tras destruir las legiones de su enemigo Pompeyo en Farsalia y pacificar Egipto, César celebró de regreso a Roma una fiesta pantagruélica por sus victorias —que enloqueció a la plebe de la ciudad y aumentó aún más las suspicacias de sus enemigos ante su poder— e inició una imparable carrera reformadora cuya medida más revolucionaria y sorprendente sería cambiar el aciago calendario romano. César no solo quería dominar el espacio vastísimo de sus conquistas, sino también el tiempo de sus súbditos. La reforma era en cualquier caso urgente y sus criterios, los más científicos posibles para su tiempo.
Hasta ese momento, Roma se regía por un muy impreciso calendario lunar de 12 meses en el que los sacerdotes intercalaban nuevas mensualidades y días al tuntún cuando las estaciones comenzaban a descompasarse. Según la leyenda, fue Rómulo, el primer rey mítico de la ciudad, quien plantó la semilla del error al inventarse un calendario de solo 304 días y 10 meses. Ovidio juzgaría más tarde que aquel errante rey guerrero "sabía más de espadas que de estrellas". Tampoco derrochó imaginación. Solo puso nombres a los cuatro primeros meses y se limitó a "contar los siguientes". El primitivo calendario romano arrancaba en marzo y se sucedía de esta guisa: 'martis' —por Marte, dios de la guerra—, 'aprilis' —de origen confuso, tal vez deudor del verbo 'abrir'—, 'maius' —por Maya, una deidad local itálica—, 'junio' —por la diosa Juno—, 'quintilis', 'sextiles', 'september', 'october', 'november' y 'december' —quinto, sexto, séptimo, octavo, noveno y décimo respectivamente—. Aquel calendario al que le faltaban más de 60 días resultaba nefasto para un pueblo agrícola y el siguiente rey, Numa Pompilio, añadió dos meses lunares más: 'januarius' —por el dios bifronte Jano— y 'februarius' —del latín 'februare', que alude a la purificación en honor a Plutón—.
Pero, aunque más ajustado a la duración real del año, el calendario lunar de 12 meses y 355 días (354 más uno que se añadió por superstición ante los números pares) seguía siendo imperfecto y necesitaba unas interpolaciones que a veces se olvidaban u otras se imponían por puros motivos políticos. El desastre había acumulado tal desfase en tiempos de César que no quedaba más remedio que sustituirlo por el mucho más exacto calendario solar egipcio de 365 días y cuarto, cuya fracción se eliminaba para que, después de tres años de 365 días, tocara uno de 366. Pero antes había que arreglar el desaguisado temporal. Bienvenidos al 1 de enero del 46 a. C., el año de la confusión.
El año de la confusión
César ordenó intercalar nada menos que tres meses aquel año que acabó sumando 445 días. De la confusión da cuenta el investigador y periodista estadounidense David Ewing Duncan en su estupendo, y desgraciadamente descatalogado en español, 'Libro del calendario' (Salamandra, 1999): "Los días extra del año 46 a. C. causaron problemas en todos los aspectos del mundo romano, desde las contrataciones hasta los planes de navegación. El historiador Dión Casio escribe sobre un gobernador de las Galias que quiso que también se gravaran impuestos sobre los dos meses de más añadidos por César. Cicerón, en Roma, se quejaba de que su antiguo adversario político, no contento con dirigir la tierra, quisiera hacer lo mismo con las estrellas. Aunque al final muchos romanos se sintieron satisfechos de tener un calendario estable y objetivo, basado no en los antojos de los sacerdotes y los reyes, sino en la ciencia".
Había nacido el calendario juliano de 12 meses alternativos de 30 y 31 días con la excepción de febrero que entonces tenía 29 los años normales y 30 los bisiestos y que ahora empezaba el año en enero en lugar de marzo para acercarlo al solsticio de invierno. Los nombres de los meses quedaron intactos aunque el Senado cambió 'quintilis' por 'julius' en honor del artífice de la reforma. También se mantuvieron las fiestas y el viejo sistema de numerar los días de cada mes en calendas, nonas e idus. Todo parecía bien ordenado y estructurado hasta que llegó el sucesor de César. Y es que el senado elegido a dedo de Augusto decidió honrar a su vez al primer emperador de Roma rebautizando el mes 'sexitilis' con el de 'augustus'. Pero el renombrado mes de 30 días no debía tener menos que el que ensalzaba a Julio de 31 (¡solo faltaba!), así que le añadieron uno más quitándole otro a febrero que se quedó en 28 (29 los bisiestos). Y para no tener tres meses seguidos de 31 días, el celoso Augusto cambió también la duración de septiembre, octubre, noviembre y diciembre.
Y así fue como en el calendario juliano quedó fijada la estrafalaria duración de sus meses que se perpetuó hasta hoy, incluso después de su sustitución por el calendario gregoriano en 1552 que borró 10 días aquel año, un nuevo desfase acumulado debido a que el calendario de César tampoco era del todo exacto: postulaba un año trópico de 365,25 días, mientras que la cifra correcta es de 11 minutos menos, a saber, 365,242189, o lo que es lo mismo, 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45,16 segundos.
"Otros emperadores romanos posteriores —escribe David Ewing Duncan— quisieron igualmente bautizar los meses con su nombre. Nerón por ejemplo, quiso llamar 'neronio' a abril. Otros cambios de nombre que no llegaron a cuajar fueron sustituir mayo por 'claudio' y junio por 'germánico'. Cuando el Senado intentó cambiar septiembre por 'tiberio', este taciturno emperador vetó la medida, preguntando tímidamente: '¿Qué haréis cuando haya trece Césares?".
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