Hace más o menos un año y medio, tuve la suerte de hablar aquí de mi libro Somos romanos. En él, contaba la Roma que sigue viva en nuestro día a día, en nuestras costumbres, derechos y quehaceres; claves y detalles que pasan desapercibidos porque estamos muy acostumbrados a convivir con ellos. Son los árboles que no nos dejan ver el bosque. Se pueden contemplar las diferencias y las similitudes entre el apogeo de la civilización romana y nuestra época sin tener que visitar un yacimiento, simplemente andando por la ciudad, por cualquier ciudad. Esa Roma que encontramos en cualquier parte, en la calle, en los bares, en los calendarios o en las letras de canciones populares es menos académica y más entretenida, más popular que la de los museos, pero no es menos romana. No es la Roma de los césares, sino más la de la gente normal, como nosotros. Personas con sus problemas, sus deseos y sus vidas corrientes, con sus miedos y sus anhelos, a veces compartidos en un bar (termopolium) con amigos tomando unos chatos (cyathos).
El libro Somos romanos va ya por su tercera edición, y no puedo estar más satisfecho. Algún nuevo lector hay cada semana, en Twitter y en Instagram sobre todo, que me envía una foto de la portada comentando que acaba de comprar el libro y que va a comenzar a leerlo, o que lo acaba de terminar y se lo ha pasado bien leyéndolo. Es siempre un honor y una alegría tan grande la que se siente cuando un lector te dice algo así que no la puedo explicar con palabras. Cada sonrisa y cada curiosidad compartida es realmente un motivo de orgullo. Te da más fuerza y ganas para seguir escribiendo, y ya desde antes de que Somos romanos viera la luz había alguna otra historia que tenía ganas de contar: quería explicar a mis amigos lectores no sólo que somos muy romanos, vale, sino la historia de cómo llegamos a serlo. La mayor aventura de nuestra Historia antigua, prácticamente ignorada en la escuela y por tanto desconocida por casi todos nosotros… y eso que la mayoría de los derechos que hoy tenemos los tenemos porque hubo un día en el que nos cansamos de luchar tras doscientos años de guerras, colgamos la falcata y nos hicimos romanos. Ya puestos, más romanos que nadie.
Estamos locos estos romanos es precisamente la historia de cómo nos hicimos romanos. El título es un homenaje a Ásterix, por supuesto, en cuyas páginas leí latín por primera vez (Audaces fortuna iuvat) y supe de Roma, de Julio César y de las tribus irredentas. Con los años, los estudios y las lecturas, aprendí que la gran Guerra de las Galias había durado diez añotes, mientras que nuestras guerras con Roma habían durado en cambio doscientos años mal contados. Por eso Ásterix es genial, pero al fin y al cabo un personaje de ficción, y en cambio Numancia fue la auténtica vergüenza de los ejércitos de Roma durante veinte años. Veinte años que tardó el ejército más potente de la antigüedad en doblegar un pueblecito de Soria.
Pero nuestros abuelos no estaban sólo tras esas murallas numantinas, estaban también en las trincheras de enfrente. Los soldados de cada lado de la delgada línea roja se parecen más entre sí que a sus cómodos generales, que calentitos les señalan desde retaguardia por dónde avanzar. Por eso, a lo largo de esos doscientos años, los celtas, o íberos o quienes fuéramos los de un lado de la valla, terminamos hermanándonos y mezclándonos con los latinos de enfrente. Un buen día, nos dimos cuenta de que todos éramos igual de romanos. De hecho, también luchamos unos contra otros en guerras civiles romanas, y en seguida había hispanos tribunos e incluso cónsules de la República romana gobernando el mundo civilizado. Cien años después, en el Imperio habría emperadores e incluso dioses romanos de aquí a orilla, en Santiponce (Sevilla) nacidos de familias andaluzas, digo béticas, de pura cepa. Desde que los primeros Escipiones romanos pusieron pie en la “Costa Brava” hasta que Bizancio tuvo que abandonar Carthago Spartaria, empujada por los visigodos en el año 624, la presencia política de Roma en nuestra península duró diez siglos, asunto que, por cierto, tampoco nos enseñaron en la escuela. Tras ese milenio, los romanos no nos fuimos a ninguna parte. Nos quedamos y amoldamos a la Historia. Los anglos fundaron Inglaterra, los francos Francia, pero Hispania siempre fue Hispania, nunca fue Gothia. Perduramos. A pesar de todo y contra todo pronóstico.
Cuando era pequeño, en la tele y en el cine había un montón de películas, de un género ya un poco pasado de moda, que llamábamos “del oeste”. Había incluso series, desde El virginiano hasta La casa de la pradera, pasando por El Chaparral, Bonanza y alguna que me dejo en el tintero, que se arreglaban a emitir habiendo un solo canal. Todas estas series y los centenares de películas del oeste, de una manera u otra, explicaban hasta la saciedad la manera heroica en la que los norteamericanos llegaron a poblar la parte occidental de su territorio continental en la que aún (por poco tiempo, amigo) habitaban todavía nativos americanos. Cuando era pequeño, viendo tanta peli y jugando a indios y vaqueros con mi fuerte Comansi, pensaba que esa gesta era de las mayores de la Historia de la Humanidad, pobre de mí. Normalmente, en estas películas, si salían indios, estos eran los malos, salvajes, traicioneros y bandidos. Con el tiempo me di cuenta de que los norteamericanos no solo han acabado prácticamente con los antiguos habitantes de su país, sino que además han estado haciendo durante décadas películas en las que se glorifica hasta el máximo nivel de azúcar admitido en sangre el hacer realidad el título de El último mohicano, es decir, matar a todos los indios, ya que el mestizaje no es como muy sajón, y el mestizo en las pelis del oeste era directamente tratado de traidor, como todavía pasa en Avatar (James Cameron, 2009) que creo que es también un western.
El caso es que la conquista del oeste, la que mola, no fue esa. La buena fue la conquista de Hispania, la tierra más al oeste que existía hace 2.200 años; el fin del mundo. Nuestra península era allí donde sucedía la mitología: el jardín de las Hespérides, las luchas entre dioses y titanes, las columnas de Hércules, las islas de los afortunados, la Atlántida, El Dorado… Hispania estaba tan lejos y era tan desconocida que lo más extraordinario, lo más sorprendente, podía suceder precisamente aquí. Si la civilización romana antigua hubiera dispuesto del invento del cine, las películas del oeste habrían hablado de cómo los habitantes del Lacio combatieron con las tribus hispanas y conquistaron la última tierra, a veces acabando con los nativos y otras muchas veces mezclándose con las nativas. También tuvieron los romanos su fiebre del oro, sobre la que Las Médulas, en León, podrían contarnos bastantes historias, y aunque los romanos no tenían ferrocarril construyeron vías de piedra que unían nuestra piel de toro con el resto del universo mundo. Casualmente, dicen que todas las carreteras, que todos los caminos, llevaban a Roma. Si queremos hablar de lo romanos que somos, de lo primero que tenemos que hablar, creo, es de la conquista del oeste. Y hace dos mil doscientos años, el oeste éramos nosotros:
—Terribles tribus salvajes: íberos, celtas, lusitanos, indios del Atleti…
—Grandes llanuras… ¿habéis estado en la Mancha?
—Bisontes (vale, cuando llegaron los romanos ya no quedaban, pero en Altamira los hay hasta por el techo.
—Oro a raudales…
La auténtica conquista del oeste, la buena, fue la nuestra. En Estamos locos estos romanos se relata la historia de cómo los indios, es decir, nuestros bisabuelos íberos, celtas y celtíberos, se convirtieron en vaqueros. Es decir, de cómo los habitantes del “fin del mundo”, del Finis Terrae, se convirtieron en tribunos, cónsules, emperadores, escritores, filósofos y senadores de la más importante civilización antigua: Roma. Creo que es una aventura que merece ser conocida.
RESUMEN DEL LIBRO
Estamos locos estos romanos trata sobre la manera en la que tras doscientos años de guerras continuas y salvajes, en las que nuestra piel de toro era algo así como el frente oriental en la Segunda Guerra Mundial, el lugar a donde los legionarios venían a morir, se convirtió de pronto en El Dorado, en el paraíso terrenal, en la tierra de promisión donde el mejor aceite de oliva, el mejor garum y el mismísimo oro corría por los sueños (y por los bolsillos) de los romanos, es decir, de nosotros.
Una historia en la que los hispanos se hicieron romanos y los romanos hispanos. Una lucha centenaria en la que el mestizaje marcó desde el principio de los tiempos lo que sería nuestra rica sangre hispana. De cómo el poder de la Metrópoli se convirtió en el poder de los hispanos, de cómo la historiografía anti-española ha querido borrar la importancia hispana en el devenir del imperio romano, etc..
Sí, Estamos locos estos romanos. Es verdad. Ave, amigo romano.
ALGUNAS PREGUNTAS
—¿Quiénes éramos antes de ser romanos? ¿Eran las tribus de la Península tan salvajes como se nos ha contado?
—Antes de ser romanos éramos de todo un poco, desde griegos a íberos, muy civilizados para esa época, pero también éramos cántabros y astures. Un poco brutotes y montañeses. Lo que es curioso es que la ciudad de Cádiz se fundó más de 250 años antes que Roma. Cuando la guerra de Troya, más menos.
—Parte de nuestra Historia y de nuestro rico patrimonio permanece oculto bajo tierra esperando ver la luz. ¿De qué manera contribuye el conocimiento del patrimonio a la Historia y en qué medida su puesta en valor puede repercutir en la sociedad?
—España es el tercer país en patrimonio, pero éste no representa ni el 3% de nuestro PIB. Siempre hablan de la España vaciada, pero España está llena de yacimientos arqueológicos, en el mejor de los casos a medio excavar. Cuando vemos que el turismo de cubata no funciona, nos quedará el turismo cultural, un turismo de calidad interior e internacional que también disfruta de la gastronomía y de otras bondades. El mayor negocio del futuro es la puesta en valor de nuestro Patrimonio, lo que nos hace distintos a otros destinos. No tengo ninguna duda.
Fuente: https://www.zendalibros.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario