Nosotros, los romanos
El final del Imperio romano tiene sugestivas coincidencias con nuestra encrucijada: inflación, control de precios y hasta una pandemia
¿Estamos viviendo en la Argentina un fin de época? Difícil decirlo, pero puede ser sugerente dar un paseo por ciertos momentos terminales del pasado.
Supongamos que somos romanos en el año 476 de nuestra era. Nuestro mundo se cae a pedazos. Durante toda nuestra vida solo vimos a nuestra sociedad ir a menos. Nos acostumbramos a sentir que todo tiempo pasado fue mejor. Es más: nuestros padres y nuestros abuelos sentían lo mismo. En el último par de siglos conocimos la peste, la inflación, la tiranía, la corrupción, la pobreza. ¡En el Imperio romano, que fue el más civilizado y opulento de la Tierra! ¿Cuándo fue la última vez que pudimos ir al mercado y comprar, a un precio accesible, trigo de Egipto, vino de Grecia, cerámicas de la Galia, telas de Siria, como sucedió durante siglos, cuando las rutas seguras y los bajos impuestos favorecían el comercio desde el Mar Negro hasta el Atlántico? ¿Cuándo fue la última vez que nos sentimos protegidos por nuestras leyes? ¿La última vez que se produjo algo hermoso o útil, un acueducto, una escultura, una oda?
Nos quedan monumentos de otras épocas: si salimos a caminar, vamos a encontrar el Arco de Constantino, las Termas de Caracalla. Pero esas maravillas nos recuerdan que hoy seríamos incapaces de construirlas. No solo por falta de dinero, sino también de conocimientos. Hace poco, cuando hubo que adornar una plaza, hubo que traer de Dalmacia esculturas realizadas hace más de un siglo, porque ya no formamos artistas capaces de trabajar el mármol, así como ya no tenemos ingenieros para hacer acueductos o puentes. Sépanlo los siglos venideros: donde sobran doctrinas y faltan técnicos, una época toca a su fin. Y ni hablar de nuestros teatros: todos vacíos. ¿Y cómo no? Muy pocos saben ya leer y escribir; mal podrían apreciar las obras de Plauto o de Terencio.
¿Y no hay escritores actuales? Hay: pero viven con miedo de la autoridad. Fíjense, si no, en el pobre Blosio Emilio Draconcio, que nunca iba a ser un Virgilio, es cierto, pero que escribía como podía sus recreaciones de la historia de Helena de Troya, de las aventuras de Aquiles, imitadas de Homero, hasta que el rey vándalo Guntamundo lo encarceló por no haber celebrado sus triunfos; Draconcio terminó de poeta cortesano, escribiendo panegíricos de Guntamundo y otros hombres fuertes, reducido a la nulidad literaria, pero con sus propiedades restituidas. Sépanlo los siglos venideros: donde artistas y pensadores se convierten en volanteros del matón de turno, una época toca a su fin.
Los romanos perdimos toda idea de futuro. Para halagar a nuestros líderes los apodamos César o Augusto: hombres muertos hace siglos. Durante un milenio la ciudadanía de Roma fue un privilegio que todos codiciaban; ahora nuestros jóvenes prefieren vivir con los desaseados burgundios o los feroces sajones antes que soportar los abusos de los últimos emperadores. Glicerio, Julio Nepote, Rómulo Augústulo: cada uno más inútil, más corrupto que el anterior. Este año un rey bárbaro, Odoacro, depuso a Rómulo Augústulo, quien, por una de esas simetrías que cultivará dentro de siglos, en un dialecto del latín, un tal Gabriel García Márquez, lleva los nombres del fundador de la ciudad y el fundador del Imperio. De poco sirven esas invocaciones a tiempos más robustos. Cuando Genserico sitió a Roma, en vez de pelear, enviamos una procesión religiosa; catorce días duró el saqueo. Sépanlo los siglos venideros: donde los ciudadanos sienten culpa o miedo de defender lo que es suyo, una época toca a su fin.
A esto hay que agregar una pandemia: la Peste Antonina, que se llamó así porque se extendió en la época del emperador Lucio Vero, de la familia de los Antoninos. Al parecer la trajo un soldado a la vuelta de una guerra contra los Partos. Por los síntomas, puede haber sido viruela o sarampión. Lo cierto es que llegaron a morir cinco mil personas por día. En Roma, de todas maneras, ya no se conseguía nada salvo pagando coimas o prometiendo botín a los soldados; y como siempre aparecía alguien dispuesto a pagar más, resulta que ser emperador era casi con seguridad morir asesinado por el próximo pretendiente. Hubo un año en que tuvimos cinco emperadores distintos.
Algunas causas de ruina, por lo visto, son parecidas en todas las épocas: por ejemplo, la inflación. En algún momento empezó en Roma la práctica de rebajar el contenido de plata de las monedas. Nuestra moneda de base era el denario. Al principio, un denario contenía un 90% de plata. Pero nuestro Estado tenía enormes gastos, desde la distribución gratuita de trigo hasta los sobornos a los bárbaros instalados en nuestras provincias para que no nos agredieran; por eso cada emperador, como quien no quiere la cosa, fue aumentando la cantidad de monedas en circulación, y para eso debieron mezclar la plata con partes cada vez mayores de metales más baratos. Esto provocó lo que dentro de siglos llamarán una espiral inflacionaria.
Para remediarla, el emperador Diocleciano decretó precios máximos. ¿Funcionó? La verdad, no: ojalá que a nadie se le vuelva a ocurrir un remedio tan obtuso. Sépanlo los siglos venideros: donde el Estado gasta más de los que recauda y los gobernantes apelan a recetas mágicas, una época toca a su fin. Los productores y los comerciantes, como es natural, se negaron a regalar sus productos, hubo desabastecimiento, el emperador prometió castigar a los especuladores, incluso con la muerte, y eso tampoco funcionó, así que para cubrir el déficit no quedó más remedio que subir los impuestos. Para cuando cayó nuestro último emperador, los más industriosos y los mejor formados se escapaban más allá de las fronteras porque todo era preferible a un gobierno que los expoliaba dos veces, primero con la inflación, después con los impuestos, y ni siquiera les daba a cambio orden, libertad o seguridad.
¿Entrevieron los romanos del siglo V un futuro mejor, una vez que lo que se caía terminara de caerse? Es poco probable, aunque lo cierto es que de las cenizas del Imperio romano surgieron naciones, Estados, sistemas económicos más prósperos y más felices de lo que Roma había sido incluso en sus mejores días. Lo que supieron, lo que sabe cualquiera que viva lo que vivieron ellos, fue que las cosas no podían seguir así.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/
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